COMER CORAZONES
En el reino de Calveris, donde los cielos cambian de color según el humor de los dioses, vivía una mujer que no creía en el amor… pero lo provocaba en todos.
Se llamaba Elira, y su nombre se pronunciaba con un suspiro, una súplica, o un grito.
Tenía la edad de los árboles antiguos y la piel tersa como la niebla antes del amanecer. Su cuerpo parecía esculpido en deseo, pero su alma… su alma era un cuarto oscuro donde el eco del enamoramiento retumbaba sin cesar.
Los hombres —y algunas mujeres también— la miraban y se perdían. Era como una droga que no se aspiraba, sino que se suplicaba.
No caminaba, flotaba. No hablaba, cantaba sin ritmo. Y sus ojos… oh, sus ojos. Dos soles fundidos en ámbar, capaces de quemarte el alma o iluminarte la vida. Aunque nunca ambas cosas al mismo tiempo.
Elira no buscaba el amor. Nunca lo buscó.
El amor, como los lobos, la olfateaba a kilómetros y la seguía, hambriento.
Se alimentaba del vértigo del inicio, de ese primer temblor en la piel, de las confesiones entre jadeos y promesas que nadie iba a cumplir.
Y cuando el fuego bajaba… cuando la pasión se hacía rutina y el éxtasis se transformaba en ternura…
…se aburría.
“Ya no me miras como el primer día”, les decía.
Pero era ella quien ya no miraba.
Entonces partía. Sin despedidas. Sin llantos. A veces dejaba una flor negra en la almohada. A veces, nada.
A los que dejaba atrás les quedaba un hueco en el pecho. Algunos enloquecían, otros se entregaban a la fe o al vino. Unos pocos, los más fuertes, la maldecían… hasta que ella regresaba y lo volvían a intentar.
Como polillas necias.
Como si el fuego no doliera.
Ella era consciente de su maldición. Sabía que confundía el enamoramiento con el amor.
Sabía que el vacío no se llenaba con miradas nuevas. Pero no podía evitarlo. No sabía cómo vivir sin ese vértigo inicial, sin ese suspenso delicioso de lo desconocido.
Era adicta a la sensación de ser adorada, perseguida, idolatrada…
Y cuando dejaban de arrodillarse ante ella, se sentía muerta.
Tenía una torre en lo alto de una colina, donde los espejos no la reflejaban. No porque fuera un monstruo. Sino porque ni siquiera ella sabía quién era cuando no estaba siendo deseada.
Allí, frente al ventanal que daba al valle de las luces muertas, se preguntaba cada noche:
—¿Quién soy si no me aman?
—¿Qué soy si ya no enloquezco a nadie?
Y el viento, como un amante que no se resigna, le respondía con gemidos antiguos.
Pero un día, Calveris se llenó de rumores. Decían que un hombre ciego había llegado al reino.
Decían que no podía verla, pero que podía sentirla.
Y que no se había enamorado de ella. No. Se había enamorado a pesar de ella.
Y Elira, por primera vez en siglos, sintió miedo.
Porque si alguien no cae rendido a sus pies…
Tal vez, solo tal vez, pueda enseñarle a amar.
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La Mujer que Comía Corazones
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Capítulo I — El Hombre que No la Vió
Elira había vivido mil vidas sin vivir ninguna.
Saltaba de alma en alma como si fueran islas flotantes, bebiendo el néctar del primer beso, del primer deseo, del primer “te amo”. Luego los dejaba caer, secos y vacíos. Era arte, crueldad y necesidad.
Hasta que llegó él.
No tenía nombre. Al menos no uno que importara. Solo se sabía que era ciego, que venía del norte, que hablaba poco y que tocaba un laúd con una tristeza que ni los cuervos soportaban.
Elira se cruzó con él en una plaza sin buscarlo.
Él no volteó, no tembló, no la siguió.
No le ofreció su alma. Ni siquiera su atención.
Y eso la confundió… y la encendió.
Le habló. Él respondió.
Conversaron durante días.
Él jamás la miró, pero le hablaba como si la viera por dentro.
—No me importas por cómo luces —le dijo una tarde de lluvia—. Me importas porque, por primera vez, siento que debajo de todo ese fuego, hay una mujer que está ardiendo sola.
Y ella, por primera vez, no huyó.
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Capítulo II — Cuando Elira se Quiso Quedar
Los días se volvieron dulces, y extrañamente largos.
No necesitaba perseguir otros corazones.
Ya no tenía hambre.
Él no la adoraba.
Él no la enloquecía.
Él la trataba como si fuera real.
Y Elira comenzó a amar. De verdad.
No el vértigo. No el juego.
Amaba sus silencios. Sus cicatrices. Su calma.
Por primera vez, quería quedarse.
Dejar la torre, enterrar los espejos, construir un hogar.
Quería aprender a ser después del deseo.
A no huir cuando la pasión se volviera ternura.
A ser dos. A quedarse.
Y eso… eso la hizo feliz.
Y cuando uno ha vivido del fuego, la felicidad se siente como una brisa.
Sutil. Hermosa.
Y peligrosa.
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Capítulo III — El Último Corazón
Él la esperaba en la colina, donde el cielo siempre parecía a punto de llorar.
—Elira —le dijo con la voz rota—. Me tengo que ir.
—¿Por qué? —preguntó ella, temblando como si el suelo se abriera bajo sus pies.
—Porque te amo. Y tú no sabes vivir con amor. Solo sabes arder.
Y si me quedo… me apagarás.
Ella lo negó. Lloró. Se arrodilló. Prometió aprender.
Prometió quedarse. Prometió no devorar más corazones, solo el suyo.
Pero él, con una lágrima en la mejilla y los ojos ciegos clavados en la nada, susurró:
—Tú me ves ahora. Pero no sabes mirarme cuando dejo de deslumbrarte.
Y algún día, me mirarás como a todos los demás: con hambre.
La besó una sola vez. Y se fue.
Elira gritó. Esperó. Suplicó.
Pero no lo siguió.
Porque, por primera vez, entendió que el amor verdadero…
…no se persigue.
Ni se retiene.
Solo se deja ir.
Y esa noche, Elira volvió a su torre.
Rompió todos los espejos.
Y por primera vez en siglos…
…no pudo devorar ningún corazón.
Estaba llena de amor.
Y vacía de él.
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