CRONAUTAS DEL DESEO



Año 2143. En una sociedad donde la tecnología era capaz de grabar recuerdos sensoriales, convertir emociones en archivos digitales y conectar conciencias a través de redes neurales, un grupo secreto de neurocientíficos creó un experimento prohibido: Éxtasis Temporal. La idea era simple pero revolucionaria: permitir que los humanos revivieran, una y otra vez, los momentos más intensos de sus vidas con absoluta fidelidad emocional, sensorial y física.

Ana fue una de las primeras en someterse.

Morena. Ojos verdes que parecían atravesar dimensiones. Una vida marcada por adicciones, traumas, explosiones emocionales. Un trastorno mental sin nombre preciso. No confiaba en nadie. Amaba intensamente, golpeaba intensamente, deseaba intensamente. Era fuego en piel, tormenta en forma de mujer. Atenta, amorosa, agresiva, pasional, exigente, cruel cuando amaba. Y amaba como un huracán.

El archivo que pidió revivir era uno solo: Ricardo.

Él era blanco, ojos color café profundo, con una vida igual de marcada por excesos, agresividad, vacío emocional. Cuando Ana lo conoció, él tenía 17 años. Ella tenía 26. Él aún era un niño aprendiendo a sobrevivir; ella, una mujer rota pero poderosa. Lo atrajo con la fuerza de un planeta colapsando. Lo devoró sin pedir permiso. Le enseñó todo, incluso cómo tocarla. Lo volvió experto, dominante, salvaje. Su amante. Su igual.

Ana lo hacía correr con ella al amanecer, lo hacía estudiar, lo recibía en su casa como si fuera un ritual. Y cada encuentro sexual era un salto cuántico entre el cielo y el infierno. Estar juntos era fundirse en los extremos. Amaban como si el mundo se fuera a terminar, y a veces deseaban que así fuera.

Pero no duraron.

Las heridas, los celos, las adicciones, las inseguridades, los juegos mentales. Se separaron. Durante siete años vivieron sus vidas por separado, pero sus cuerpos se seguían buscando en la sombra. Se encontraban esporádicamente. Se tenían sexo con la furia de dos amantes prohibidos, aunque ambos estaban con otras personas. Mentían, engañaban, pero el deseo entre ellos no obedecía la lógica. Solo la locura.

Pasaron años sin hablar. Hasta que un día, Ana volvió a escribirle: —¿Dónde estás? ¿Estás bañado? ¿Podés venir a mi casa?

Ricardo respondió: —Hola, ¿cómo estás? Sí, estoy bañado… ¿Por qué? Llego en diez.

Y así fue.

Cuando llegó, Ana no dijo palabra. Lo besó como si el mundo hubiese estado en pausa. Lo agarró del cuello, lo empujó a la habitación. Se desnudaron con desesperación. Se exploraron, se chuparon, se rasguñaron el alma.

—Me encantas —le decía él mientras la devoraba—. No sabés cuánto me gusta besarte. Tocarte. Hacértelo.

Se mojaron hasta las pestañas, se besaron hasta sangrarse los labios. Cada poro tembló. Cada sombra fue acariciada.

Desde esa noche, no se separaron.

Comían juntos. Dormían juntos. Bailaban, bebían, reían, hacían el amor como si no existiera el tiempo. Pero ambos seguían rotos.

Ricardo era celoso, posesivo, infiel por miedo. No soportaba que nadie la mirara. No sabía mostrar amor. Fingía no amarla para que no le doliera cuando ella lo traicionara.

Ana, por su parte, era incontrolable. Coqueta, emocional, narcisista, siempre intensa. Ella también fingía necesitar otros hombres. Quería tener el control del abandono, por si él la dejaba primero.

Los dos mentían. Los dos herían. Los dos se amaban como si el amor fuera una droga que no podían dejar.

—Sos el amor de mi vida —le dijo él una noche—. Quiero tenerte en una burbuja. No quiero que nadie más te toque.

—Quiero casarme con vos —le confesó Ana—. Nunca quise casarme. Pero con vos… sí. Solo quiero que me necesites para respirar.

Construyeron un mundo. Un universo propio hecho de risas, gritos, besos, arañazos y reconciliaciones. Pero con la misma pasión que se amaron, se traicionaron. Se decepcionaron. Se destruyeron.

El amor era hermoso. Pero también los estaba matando.

Ana tomó la decisión más difícil. Lo dejó. Porque lo amaba tanto que no podía verlo morir entre drogas, mentiras, y vacío. Porque ella también se estaba apagando.

Lloró durante meses. Perdió el equilibrio. Se descompensó emocionalmente. Ricardo la buscó, la llamó, la escribió. Pero él tampoco estaba listo para construir algo real, sano. Seguía buscando amor en otras camas, en polvo blanco, en fiestas sin alma.

Ambos se alejaron.

Hasta que Ana aceptó entrar al proyecto secreto del Éxtasis Temporal. Quería revivir a Ricardo, pero no solo verlo: sentirlo.

La tecnología conectó su mente al recuerdo más intenso. Y algo pasó. No quiso salir.

Su conciencia se quedó atrapada en ese loop perfecto. El primer reencuentro. La puerta. El beso. El sexo. El amor en su forma más pura. Repetido eternamente.

Su cuerpo, en el mundo real, entró en coma. Su alma, suspendida en la red, era un eco infinito de un amor imposible.

Ricardo se enteró. Y pidió entrar.

Conectaron su conciencia. Pero al entrar, no encontró a Ana… encontró una proyección de ella. Un archivo sensible que aún pensaba, sentía y lo amaba.

—Volvé conmigo —le pidió.

—Aquí no duele —respondió ella—. Aquí todavía me amás. Allá solo nos lastimamos.

Ricardo no pudo obligarla a salir. Y entendió que Ana, en su locura más íntima, había encontrado algo parecido a la paz.

Él volvió al mundo real. Vivió. Envejeció. Se rodeó de otras mujeres. Pero ninguna fue Ana. Ninguna le quemó la piel como ella. Ninguna le desarmó el alma.

Cada tanto, pedía acceso al sistema. Solo una escena. Una sola:

El momento en que Ana le abría la puerta, lo besaba, y lo llevaba al cuarto.

Ese recuerdo se volvió su refugio. Su consuelo. Su castigo.

Porque algunos amores no tienen final.
Solo se suspenden en el tiempo.
Esperando, quizás, otra vida.
Otro cuerpo.
Otro universo.
Donde por fin, el amor no los destruya.




(¿O solo el principio de otro ciclo?)

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