Cuando llueve en paris



Ella se llamaba Ana.
Tenía una forma única de ver el mundo, como si todo lo que tocaba pudiera romperse o florecer. Morena, de ojos verdes y mirada cansada, pero viva. Había amado mal antes. Había sido amada peor. Y por eso, no creía mucho en las promesas.

Él se llamaba Ricardo.
Era tranquilo, de esos hombres que no hablan mucho pero lo dicen todo cuando te miran. Ojos café, manos grandes, un pasado de errores y silencios. Nunca había amado de verdad. Hasta que la conoció.

Se conocieron en una librería pequeña en Montmartre, una tarde gris en París. Ana hojeaba un libro de poesía de Benedetti, y Ricardo, por casualidad —o por destino— le preguntó si ese autor era tan bueno como decían.

Ella no sonrió. Solo dijo:
—Si estás roto, te va a doler.
Y volvió a su lectura.

Esa tarde no intercambiaron teléfonos. Solo miradas. Pero el destino, travieso, los volvió a juntar tres días después, en la misma librería. Esta vez, fue él quien llevaba el libro.

—Lo leí. Tenías razón. Me dolió.

Ella sonrió. Por primera vez.

Comenzaron a verse. No por planes. Por casualidades que se volvieron necesarias. Un café aquí. Un paseo por el Sena allá. Empezaron a contarse cosas sin presionarse. Ana hablaba como si todo fuera urgente. Ricardo la escuchaba como si fuera música.

Una noche llovía. Ella temblaba. Él la abrazó sin intención de soltarla.

—No estoy lista para enamorarme —susurró ella.

—Yo tampoco —respondió—, pero acá estamos.

Y fue así. Un amor lento, real. De esos que no hacen ruido, pero se sienten hasta en los huesos. Se enseñaron a confiar. Se curaron con paciencia. Se rieron sin miedo.

Pero el pasado no siempre se queda atrás.

Un día Ana se quebró. De nuevo. Cayó en su tristeza. Se encerró. Desapareció. Le dijo a Ricardo que era mejor así, que ella no quería arrastrarlo a su oscuridad.

Ricardo la buscó. Le escribió. Le esperó.

Le dejó una carta en la puerta de su apartamento. Decía:

> “No vine a salvarte, Ana. Vine a amarte.
Y si algún día querés volver a tomar mi mano,
aún voy a estar aquí, bajo la lluvia, donde empezó todo.”



Pasaron meses.

Un día cualquiera, en medio de otra tarde gris, en esa misma librería donde todo empezó, Ana lo encontró. Él hojeaba un libro.

No dijeron nada.

Solo se miraron.
Y él, con la voz tranquila, le preguntó:

—¿Volviste?

Ella no respondió con palabras. Solo lo abrazó. Fuerte. Como si ese cuerpo fuera su hogar. Como si todo el dolor tuviera sentido solo por haberlo encontrado.

Y afuera… volvía a llover en París.


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FIN

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